Básicamente porque el progresismo en la ciudad se transformó en una fuerza profundamente conservadora.
Los herederos de Aníbal (Telerman y Filmus) hablan y actúan con la misma tibieza la que Ibarra enfrentó la crisis de Cromañón. Así le fue. Pero los sobrevivientes de la Alianza no aprenden.
Ese mismo apego a perder lo conquistado, lo transmiten en la gestión de los temas que a la gente le importan. Están tan preocupados en no decir ni hacer nada que tenga siquiera ecos de políticamente incorrecto que sudan miedo: esa química que delata a los conservadores.
No tienen una propuesta proactiva porque para eso se necesita la fuerza de la convicción y para ellos (a causa de sus pruritos intelectuales), la sola mención a la palabra “fuerza”, les genera urticaria. Resultado: El progresismo no actúa.
El otro día leía en La Nación que el poder en las familias está dejando de ejercerse desde la autoridad del padre (o de la madre) para atomizarse y funcionar como verdaderas ONGs dónde toda decisión debe ser plebiscitada. Por ahora, esos mismos cambios no pueden trasladarse al sistema político. Ahí todavía las ONGs son ONGs y los gobiernos o estados son gobiernos o estados.
En una administración pobresista lo único que progresa es la pobreza: las pintadas en los frentes de las casas, las nuevas generaciones de cartoneros desaprensivos, los limpiavidrios, las tomas ilegales, los familiares de Cromañón que cortan el acceso a Plaza Once, los franelitas, etc. Los progresistas hacen honor a su nombre: hacen que todo eso progrese.
Están tan desorientados que una de sus más lúcidas comunicadoras, Lilita Carrió parece Nazarena Velez desesperada por encontrar espacio en los medios. Renunció a su banca, renunció a su candidatura en la ciudad y renunció a su partido. Estoy esperando la próxima edición del diario Perfil para enterarme que se nacionalizó paraguaya.
Pero la inexistencia de gestión no puede taparse como un pozo, a último momento. Los vecinos de clase media que pueblan buena parte de la ciudad, los mismos que se hicieron a la calle con las cacerolas y luego se las dejaron a los piqueteros para más tarde empezar a pedir su desalojo no soportan la inexistencia del estado. El resto de los votantes, los pobres ya se sabe: hay que comprarlos. Brevemente, pero pagarles.
Pero esta análisis es inútil si no proviene de la autocrítica. Todo esto mismo lo pueden enunciar, con justa razón, Feidman o Gonzalez Oro, pero ¿Quién les va a creer?
Finalmente la última gran contradicción. Porque apoyar o tolerar a los cartoneros desapresivos, a los cuidacoches, a los que toman espacios públicos para luego reclamar un subsidio es descuidar el derecho humano fundante: el derecho a la dignidad.
Pensar que el estado no puede encarrilar productivamente al mendigo, al limpiavidiros, al cuidacoche es subestimarlos. Es asumir que no pueden hacer otra cosa y condenarlos de por vida a subsistir sumergidos en los márgenes, al filo de la ilegalidad.
miércoles, 21 de marzo de 2007
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